Además lo mismo que el aire sustenta y contiene la tierra, que está puesta en el centro del aire a igual distancia sus extremos, así el cuerpo y el alma que Dios ha unido, aun cuando estén muy lejanas por su naturaleza, tienen que sustentarse pacientemente e instruirse recíprocamente en cumplir juntos los preceptos del Creador.

LXXXIII. La tierra está colocada en el centro del aire, de tal manera que el aire se encuentra a igual medida sobre, bajo y a ambos los lados de la tierra. El alma, que ha sido enviada por Dios al cuerpo como soplo viviente, enseña al hombre a obedecer con paciencia las reglas divinas en esta vida fatigosa, en la que cuerpo y alma habitan con una diferenciación igual a la distancia que hay entre el cielo y la tierra, con el fin de que el hombre, que por sí mismo no puede comprender plenamente su naturaleza, levante en las vicisitudes de sus luchas internas sus miradas a Dios, y, con una paciencia llena de obediencia tienda hacia su Creador. Y como el aire se encuentra entre la tierra, para sustentarla y contenerla, así el alma habita en medio del cuerpo para sustentarlo todo, y en él obra siguiendo lo que él la solicita.

 

La vejiga, que recibe y expulsa los líquidos, representa el curso de los ríos que corren por las varias partes de la tierra. De este modo el alma victoriosa sobre la carne tiene que regar el propio cuerpo, acogiendo lo que está bien según las reglas divinas y expulsando lo que está mal. Se ofrece como testimonio un versículo del Salmo CXVIII adecuado a este tema.

LXXXIV. La vejiga del hombre representa el curso de los ríos que corren por las varias partes de la tierra, porque así como ella recibe y expulsa las aguas del vientre, así también los ríos ahora crecen, ahora menguan, y riegan toda la tierra.
El alma, cuya naturaleza es contraria a la naturaleza de la carne y a la sangre, enseña al hombre a abstenerse de los pensamientos inquietantes y a no desesperar de la gracia de Dios por haber cometido pecados, sino a postrarse con verdadera humildad a los pies de Dios hasta que Dios omnipotente se digne perdonarlos misericordiosamente con la amarga penitencia. Cuando el alma, en su humilde naturaleza, afirma su poder sobre el hombre, en el momento en que él está de acuerdo con ella en todo, cruza el cielo victoriosa exclamando:
“Bendito tú, Señor, tu ley es mi meditación”. (Sal. 119, 12) Esto se interpreta así: Yo te he deseado y te he conocido en mi carne, que por sí misma no acepta la bondad de tus reglas. Y gracias a la fuerza de tu salvación fui atravesada como por agua corriente, en el centro de mis fuerzas, en el centro del corazón, por lo cual medité tus mandamientos contra la voluntad de la carne. Y como por la acción del agua el molino muele el trigo para hacer de él alimento, así yo, que soy un curso de agua que corre veloz en el cuerpo, observo con diligencia todas tus reglas, interrogando a mi naturaleza.
Como la vejiga del hombre recibe y expulsa la acuosa humedad del cuerpo, y como los ríos al crecer y menguar su caudal mojan toda la tierra, así el alma victoriosa, cuyas fuerzas se dilatan en el bien y adelgazan en el mal, gobierna el cuerpo según las reglas de Dios, acogiendo el bien y expulsando el mal.

 

Los lugares del cuerpo en los que se produce la digestión de las comidas y las bebidas representan los cursos escondidos y subterráneos de los ríos. Sigue la queja del alma contaminada por las obras fangosas y malolientes, que aspira a Dios por la esperanza de la penitencia y por la pasión de Cristo. Se ofrece como testimonio un versículo del Salmo XLI conforme con este tema.

LXXXV. Los lugares en que se expulsa el producto de la digestión de las comidas y las bebidas, representan los cursos escondidos y subterráneos de los ríos. Porque, lo mismo que la comida digerida no se puede quedar en el cuerpo del hombre, sino que se la expulsa, así también estos cursos llevan los ríos al aire libre.
Cuando el alma se esconde lejos de la luz en la inmundicia de los pecados, no puede resistirse a decir con voz de llanto: “¡Ay de mí, ay de mí, infeliz, yo que soy el soplo viviente mandado por Dios estoy sumergida por un hedor de pecados, tal que no puedo gustar la alegría de dirigirme al cielo! Ay, de dónde he venido y adónde voy, ¿de qué me sirven todos los bienes creados por Dios, si soy precipitada en el infierno?”. Y más tarde, después de haber vuelto en sí, todavía dice: “Confío en mi Dios, porque en la verdadera penitencia, gracias a su misericordia, podré ser liberada de los tormentos infernales que he merecido”.
Y, consolada y confortada por la gracia de Dios, dice: “¿Por qué estas triste, alma mía? ¿Por qué estás turbada? Espera en Dios. ¡Te volveré a alabar, Salvador mío y Dios mío!” (Sal 42,12). Esto se interpreta así: Si el hombre, obligado por la naturaleza del alma, se propone corregir sus pecados, en la alegría producida por los arroyos de agua viva se dice a sí mismo: “¿Por qué me entristezco tanto y soy turbado en mi alma, puesto que puedo, con suspiros y lágrimas, borrar con la ayuda de la gracia de Dios las heridas de mis pecados, ya que confío que seré liberado gracias a las heridas de mi Dios, que ha soportado por mis pecados los clavos y la lanza?”.
Después el alma expone todas sus malas acciones después de una amarga penitencia, como el producto de la digestión de las comidas y las bebidas sale fuera del cuerpo. Pero como de las aguas subterráneas los ríos salen a la superficie de la tierra, así vuela sobre la tierra la inestimable fama de estas realidades, porque quién por el pecado estaba muerto, resurge ahora en las obras buenas.

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