El mar y los ríos se mueven gracias al aire, el cuerpo por las venas llenas de sangre y el alma por las virtudes. Con ellas, el hombre da frutos de buenas obras como la tierra da frutos regada por riachuelos.
LIX. Junto con el aire húmedo, este aire mueve el mar, y de él los ríos fluyen para regar la tierra y fortificarla. Esto se representa en la retícula de las venas, que mantiene a todo el hombre con la aportación de la sangre. También el alma, que es de naturaleza aérea y por la cual todas las obras del hombre son llevadas a perfección, propone al hombre sus obras, lo mismo que el aire madura todos los frutos de la tierra con la gracia del Espíritu Santo, para que mediante los pensamientos que lo inundan como el mar, él distinga lo útil y lo inútil. Pero el hombre a menudo naufraga, cuando en sus pensamientos, incluso aunque sean buenos, no se lleva bien con el alma y se deja sumergir en la gran confusión que le causan sus pecados. Así navega en profundo sufrimiento con el barco de sus pensamientos, si, por inspiración del Espíritu Santo, no los basa en la piedra que es Cristo. Cuando la mente del hombre, ensanchada por las diversas virtudes, se eleva alabando a Dios, edifica sobre la roca un fundamento estable que no puede ser sacudido por los vientos, es decir por las muchas tentaciones del diablo. Porque como las venas y los nervios consolidan el cuerpo humano para que no se disuelva, así la virtud de la humildad también entrelaza y consolida las obras buenas para que no sean disipadas por la arrogancia.
Los ríos engendran riachuelos y al mismo tiempo proporcionan verdor a la tierra. Todos estos elementos, los mueve el aire de qué hemos hablado antes, porque con su calor y su humedad hace germinar todas las semillas. Así, cuando el alma supera el deleite de la carne, construye dentro el hombre el fundamento de sus deseos. Unida al cuerpo, realiza todas las obras humanas bien avenida con él. Entonces el alma disfruta de las obras santas y emprende el vuelo entre la dulce perfume de las virtudes. Y cuanto más grandes son los ríos, más riachuelos nacen, riachuelos que hacen germinar la tierra. El alma, así, se adueña del cuerpo, le suscita la caridad, la obediencia, la humildad y el resto de las virtudes más sólidas. Con todas ellas consigue arraigar en el hombre la alabanza de Dios cuando él pone en práctica las buenas obras.
Como la tierra siempre es cenagosa por el calor del verano y por el frío del invierno, y este barro la impregna y hace brotar cosas de todo género, así el hombre, en el cual el alma y la carne se encuentran entre ellos en conflicto, entrega frutos de virtudes y también de vicios.
LX. Por el calor del verano y por el frío del invierno la tierra siempre es cenagosa, y este barro la impregna para hacerla germinar. De este modo también el cuerpo tiene que ser sometido al alma, como la sierva a la señora, aunque a menudo ella es arrollada por el cuerpo como la señora por la sierva. El alma realiza en el hombre todas las buenas obras, como el tiempo de verano lleva cada fruto a la madurez. Pero cuando el cuerpo envuelto en la putrefacción de los pecados se opone al alma, el hombre dice para si: “Yo no quiero vivir en esta dureza, obligado a rechazar siempre a mi carne aquello que desea, debo satisfacerme con lo que puedo hacer”. Sin embargo, a pesar de que haya hundido en el barro de los pecados, se acuerda a veces de las virtudes que ejerció primero, y haciendo penitencia de sus inmundos pecados vuelve con alegría a las obras justas y a las santas virtudes que practicó anteriormente. Y lo mismo que la tierra cenagosa conserva en su interior todos los frutos en el tiempo invernal devolviéndolos en verano para alegría de los hombres, así el hombre se adorna de piedras preciosas como las virtudes de antaño, y las restituye más elegantes todavía.
Como el pecho del hombre contiene el corazón, el hígado y los pulmones, así el aire contiene en sí el calor, la aridez y la humedad de los vientos, y de este modo también la memoria contiene los pensamientos del alma y dispone sus obras.
LXI. El pecho del hombre evoca la plenitud y la perfección del aire. Como el pecho contiene en sí el corazón y el hígado y el pulmón y todos los órganos del vientre, así el aire retiene el calor, la aridez y la humedad de los vientos. De este modo el alma en el pecho del hombre juzga los pensamientos, examinando la utilidad o la inutilidad de una cosa como si la pusiera por escrito, y dispone de qué modo el hombre racional tiene que actuar en cada circunstancia.
El alma, además, recoge y somete a juicio en si misma todas las acciones del hombre, ya sean las débiles que gustan a la carne, o las duras que son contrarias a la carne. Pero, como es de natura ígnea, con su calor seca las seducciones de la carne, y después de haberlas secado suscita en el hombre el gemido del remordimiento con la humedad de las lágrimas, gracias a las que adorna sus obras obrando en todo en el bien. El alma odia el placer de la carne y, ya que tiene natura aérea, empuja al hombre a conocer la realidad de las mismas obras, y enseña a la carne las malas obras y las heridas que han causado las tempestades de la sugestión diabólica, tal como el corazón, con todos los órganos anexos, sustenta al hombre que humedece todas las cosas con las lágrimas con su deseo.